Marcos Roitman Rosenmann
21 de julio de 2014
El pasado
siempre vuelve para desgracia de los desmemoriados. La identidad nacional,
memoria colectiva de un pueblo, se construye sobre sus mitos, derrotas y
esperanzas, en ocasiones traicionadas, abandonadas o travestidas. Así se hace
la historia de América Latina, a retazos. Nicaragua pasó de la noche a la
mañana a condensar los sueños de emancipación política del continente. Los ojos
del mundo se dirigieron hacia ese pequeño país centroamericano, desconocido
para intelectuales, académicos y políticos occidentales. Tuvieron que recurrir
al mapa para situarlo en el mundo. Nicaragua se puso de moda. El nombre César Augusto Sandino, general de hombres libres,
quien luchó contra la invasión yanqui, asesinado en 1933, unió su gesta al
Frente Sandinista de Liberación Nacional, cuyos militantes entraban un 19 de
julio de 1979 en Managua ondeando banderas rojinegras en señal de triunfo
doloroso, que dejó miles de muertos en la guerra contra la tiranía. Una
insurrección popular, gestada en décadas, lograba deshacerse de una de las
dictaduras más siniestras: los Somoza. Una saga familiar que se adueñó del país
gracias a Estados Unidos. Sus posesiones cubrían todo el espectro económico,
agencias de viajes, plantaciones, cementeras y alimentación. Hasta la compra y
venta de sangre.
El fin de la dictadura fue una bocanada de aire
fresco, en medio del pesimismo que asolaba a la izquierda, tras el golpe de
Estado en Chile, que puso un final trágico a la vía pacífica al socialismo,
defendida por el gobierno de la Unidad Popular. En este contexto, pocos
apostaban por un triunfo armado e insurreccional. Estados Unidos se sentía
cómodo apoyando dictaduras militares en Guatemala, Nicaragua, El Salvador y
Honduras, dejando a Costa Rica como el escaparate de una sociedad ordenada y democrática.
Era una época en la que se expandían las dictaduras hegemonizadas por las
fuerzas armadas bajo la doctrina de la seguridad nacional, el enemigo interno,
la lucha contra el marxismo-socialismo y el comunismo internacional. Cuba
sobrevivía en medio del bloqueo internacional y la acusación de instigar todas
las revoluciones en América Latina. Las guerrillas y ejércitos de liberación
nacional habían sido política y militarmente perseguidos, hasta reducirlos a
nada. El asesinato del Che fue el comienzo de la debacle. De México a Chile la
población civil pasó a ser objetivo militar en la guerra contrainsurgente.
Para darnos cuenta de la situación, en 1975 Regis
Debray escribía una obra demoledora contra la lucha armada en América
Latina: La crítica de las armas, las pruebas de fuego. Su autor
acompañó al Che en Bolivia y encandiló a Fidel con su ensayo Revolución en la revolución. Sergio
Ramírez, dirigente del sector tercerista del FSLN, escritor, figura destacada
en la lucha antisomocista y posterior vicepresidente hasta 1990, en su
ensayo Adiós, muchachos, recuerda corregir al intelectual francés
el mismo 19 de julio de 1979: ¿Viste?, sí se pudo.
Pero la revolución se gestó en mala hora. Atacada
desde todos los frentes, en medio de un vuelco neoconservador en lo político y
neoliberal, en lo económico, la nueva derecha mundial cambió el itinerario de
la guerra fría. La política de James Carter de criticar la
violación de los derechos humanos pasó a mejor vida. Ronald Reagan y sus
asesores, Henry Kissinger, Jeane Kirkpatrick, Roger Fontaine o Irving Kristol,
tomaron las riendas de la política exterior hacia América Latina. La teoría del
dominó, el miedo a la revolución centroamericana y la doctrina de las guerras
de baja intensidad, precedió cualquier análisis geopolítico de seguridad
hemisférica. La invasión de Estados Unidos a la isla de Granada en octubre de
1983 marcó el fin de la distención. Las guerras de baja intensidad entraban en
su apogeo, siendo Nicaragua el escenario perfecto para practicar la estrategia
de reversión de procesos, eje central de la doctrina. Desertores, mercenarios,
ex guardias somocistas y militares estadunidenses construyeron un ejército que
hostigaba y desestabilizaba el proceso político. Se les llamó luchadores
de la libertad. Desde Honduras y Costa Rica se acosó la revolución
militarmente. Mientras tanto, el discurso ideológico descalificador corrió a
cargo de la derecha occidental y parte de la socialdemocracia europea.
El proyecto sandinista: fundar una revolución
nacional, antimperialista, popular, democrática y de economía mixta encontró
múltiples trabas. El FSLN hubo de improvisar en un país destrozado por la
guerra y el terremoto de 1972. Así, una revolución cuyo origen se asentó en los
valores éticos y los principios más nobles de la justicia social, la igualdad,
la democracia y la libertad entró pronto en barbecho. Mónica Baltodano lo
refleja en su obra: Memorias de la lucha sandinista.
La contra,
los errores propios, la desestabilización y el nacimiento de una nueva élite
política, conocida como la piñata, dieron al traste con la
revolución. El punto de inflexión lo constituyó la derrota en las
presidenciales de febrero de 1990. El acoso y la invasión de Panamá se sumaron
al coste humano, militar y económico de una guerra mercenaria que frustra el
proyecto de liberación nacional. El triunfo de la derecha y el retorno de
somocistas fue un balde de agua fría. El FSLN comenzó una deriva, en la que los
principios éticos se relegaron en pro de un pragmatismo para recuperar el poder.
Treinta y cinco años después de la revolución el FSLN gobierna, gana
elecciones, pero es una caricatura de sí. Sólo le queda la retórica. La
revolución sandinista se fue para no volver en 1990.
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